El humorismo: una lógica sutil
Siguiendo a André Bretón, quien definía un
poema como el derrumbamiento del intelecto, podríamos caracterizar el humor
como el derrumbamiento de la lógica (de la lógica "normal",
esperable, sensata y predecible). La experiencia de lo cómico tiene su propia
connotación de realidad; es una forma de conciencia distinta un "estar
fuera de los presupuestos y hábitos corrientes de la vida cotidiana"; una
"realidad separada, con su lógica, sus normas, su distribución de papeles
y sus coordenadas de espacio y tiempo particulares. Es, en definitiva, un
"desgarrón en el tejido de la realidad".
Decía
Monterroso que el humor es el realismo llevado a sus últimas consecuencias. El
verdadero humorista pretende hacer pensar y, a veces, hasta hacer reír, observa
la existencia a través de un filtro y aunque a veces se tiña de pesimismo
supone siempre una fuente de constante sorpresa y novedad, una ruptura con el
lenguaje convencional.
Funciones
del mensaje humorístico
Para
el estudio del mensaje humorístico R. Núñez parte de un análisis que atiende a
distintos niveles. El primero recoge los elementos constantes y los considera
funciones. Se distinguen cuatro: función de introducción-hace presente en la
conciencia del receptor el orden normal-; función de armado –actúa como
estímulo o pretexto para la ruptura del orden-; función de disyunción —ruptura
propiamente dicha, error o incoherencia—; función de restauración--a través de
los índices que apuntan al orden posible que permite interpretar y corregir la
disyunción—. Esta última función apunta a una cooperación del receptor.
Por
otro lado, el receptor del mensaje humorístico debe realizar ciertas
operaciones para que el proceso de comunicación culmine felizmente:
reconocimiento de la disyunción; comprensión y justificación de la disyunción
(restauración del orden interpretante en el que la disyunción deja de serlo);
y, por último, adhesión a las causas de la disyunción, a la actitud o visión
del mundo que provoca la disyunción. (…)
Al
estudiar la complejidad y riqueza de sentido del mensaje humorístico, también
Freud recoge definiciones del chiste como "un contraste de
representaciones", un "sentido en lo desatinado", un
"desconcierto y esclarecimiento". La disyunción de la que habla Núñez
funciona como una violación del código, como una respuesta imprevista y, en
consecuencia, altamente significativa. (…)
Veamos algunos ejemplos:
ü Muchos jueces son absolutamente
incorruptibles: nadie puede inducirles a hacer justicia. (Bertold Brecht).
ü Si el vino perjudica tus negocios, deja tus
negocios. (G.K. Chesterton).
La
primera parte de estos mensajes orienta las posibilidades de selección, de tal
manera que el receptor -a quien se presupone cierta racionalidad discursiva-
podría aventurarse a anticipar el final guiado por la lógica del código
lingüístico, por un proceso argumentativo serio y coherente. Pero el efecto
humorístico irrumpe inesperadamente como una infracción a los principios de esa
lógica. También la inversión del sentido común o el efecto "sorpresa"
que conlleva la baja predictibilidad del mensaje humorístico ayuda con
frecuencia a provocar el efecto risible:
ü ¿Por qué nos alegramos en las bodas y
lloramos en los funerales? Porque no somos la persona involucrada (Mark
Twain).
ü Se puede confiar en las malas personas, no
cambian jamás (William Faulkner).
A
menudo el receptor del mensaje humorístico se enfrenta con un estímulo que
contiene absurdos o elementos contradictorios. Esta absurdidad es inesperada e
inicialmente queda perplejo porque se requiere cierto esfuerzo para descubrir
que el absurdo puede tener sentido desde otra perspectiva. (…)
Otras
veces los discursos humorísticos representan un ataque frontal a las
convenciones textuales de género, registro y estilo. Recordemos que el género
es un conjunto de recursos lingüísticos asociados a las funciones sociales del
texto. A veces presentan inadecuación de
registro, que debería ser el resultado de una selección entre las posibilidades
lingüísticas disponibles, pero adecuadas al estilo, al tono del texto. Pero es
este quebrantamiento de las convenciones textuales -y de las expectativas que
acompañan a esas convenciones - lo que genera el efecto cómico.
Como
vemos, los textos humorísticos -como los poéticos- presentan flagrantes
atentados contra la semántica y la argumentación lógica. Surgen por una
incongruencia, que constituye la base para entender ciertos aspectos
intelectuales del humor, pero en todos ellos el sentido obedece a principios
que nada tienen que ver con la racionalidad discursiva sino con factores
afectivos e imaginativos.
Corpus
EL IDIOTA de Marco Denevi
Él se pasea, las manos a la espalda. EL
IDIOTA, sentado, borda.
-ÉL: Quisiera saber para qué me pusieron a
este idiota de compañero. No sirve para nada. No le gusta cazar, no le gusta
pescar. En la lucha es demasiado débil, se rinde enseguida. Borda. Eso es lo
único que sabe hacer. Bordar, cocinar y fregar los pisos. Antes yo vivía solo, pero
hacía lo que quería. Ahora, si mato un animal, el idiota llora. Si digo malas
palabras, se escandaliza. Y si lo invito a pelear, gime y se retuerce las
manos. Es gordo, es fofo. Es blanduzco. Entre las piernas no tiene nada. Para
colmo esa manía de la limpieza. Estoy cosido, cepillado, planchado y
almidonado. No puedo fumar porque me sigue con un cenicero. Arrojo un papel al
suelo y ahí corre a levantarlo. Antes yo comía la carne cruda. Es más sabrosa y
más rica en vitaminas. Ahora debo esperar a que la ponga en el horno. Debo usar
plato, cuchillo y tenedor. En una palabra, me complicó la existencia. Además,
el cerebro no le funciona. Es sordo mental. Es tonto. No consigo que piense.
Hasta mi perro es más inteligente que él. Oye, tú. Ven aquí.
EL IDIOTA acude, humilde y solícito.
-ÉL: Tengo que reconocerlo. Obedecer, obedece
mejor que un perro. Y a mí se me despierta el instinto de dominación. Bien,
veamos. ¿Cuánto son dos más dos?
EL IDIOTA pone los ojos en blanco, se muerde
los labios, se rasca la cabeza, pero no responde.
-ÉL: Ayer se lo enseñé. Hoy ya no lo recuerda.
¿Y la capital de Yugoslavia?
EL IDIOTA repite su mímica desesperada.
-ÉL: Tampoco se acuerda. Es inútil. ¡Para qué
servirás, pobre animalito débil y cobarde! Vamos a ver. ¿De qué quieres que
hablemos? ¿De qué te gustaría conversar conmigo?
EL IDIOTA guarda silencio.
ÉL se impacienta, grita.
-ÉL: ¡Di algo! ¡Cualquier cosa! ¡Pero no te
quedes callado como un estúpido! ¿Será posible que no haya un tema sobre el que
podamos hablar?
-EL IDIOTA: ¿Qué quieres para el almuerzo?
-ÉL: ¿No dije? La cocina, la costura, la
limpieza, y de ahí no sale.
Enciende un cigarrillo y se pasea. EL IDIOTA
corre a buscar un cenicero. Al girar, ÉL tropieza con EL IDIOTA y con el
cenicero.
-ÉL: ¡Ah, no, basta!
Arroja el cigarrillo al suelo. EL IDIOTA, de
hinojos, lo recoge, lo apaga aplastándolo en el cenicero, levanta con la mano
un poco de ceniza que se derramó sobre el piso. ÉL se sienta, se toma la cabeza
con las manos.
-ÉL: ¡Dios mío, qué maldición! ¡Y yo que vivía
tan feliz!
EL IDIOTA llora silenciosamente.
-ÉL: Ahora llora. Cuando llora, me enternezco.
Y cuando me enternezco, aflojo y lo trato con dulzura. Entonces él se toma
confianza, termina hartándome, me enojo, él llora y vuelta a empezar. Está
bien, no llores. Ven aquí.
EL IDIOTA se acurruca a sus pies.
-ÉL: Quédate a mi lado. Con una condición: sin
hablar.
ÉL lo acaricia.
-ÉL: Tienes lindo pelo, la piel suave. Me
haces acordar a... No, no te gustaría la comparación. La comimos anoche con
salsa tártara. ¿Qué piensas? ¿Qué sientes? ¿Eres nomás un perro? ¿Un tigre
domesticado? ¿Un ave a la que le cortaron las alas? ¿Para qué sirves? ¿A qué
has venido? ¿Quién te trajo? No sé ni siquiera tu nombre.
-EL IDIOTA: Tengo un regalo para ti.
-ÉL: ¡Vaya! ¡Al fin cambiaste de tema! De modo
que tienes un regalo para mí. ¿Dónde está? ¿Qué es? Vamos, tráemelo.
EL IDIOTA se levanta y sale corriendo.
-ÉL: Pobrecito, no es tan tonto como yo creía.
EL IDIOTA reaparece, siempre a la carrera.
Oculta algo entre las manos, detrás de la espalda. Sonríe.
-ÉL: ¿Qué escondes ahí? A ver, muéstrame las
manos.
EL IDIOTA se pone de rodillas. De
golpe le ofrece una manzana.
-ÉL: ¿Y era esto, tu regalo? ¿Una manzana? No,
no eres tan tonto como yo creía. Eres mucho más.
EL IDIOTA llora.
-ÉL: ¿Y qué quieres que haga con esta manzana?
¿Que la coma?
Sin dejar de llorar, EL IDIOTA dice sí con la
cabeza.
-ÉL: ¡Pero si no tengo hambre!
EL IDIOTA llora a todo trapo.
-ÉL: Está bien, la comeré. Con tal de que no
llores soy capaz de comerme todas las manzanas el huerto. ¿Ves? Muerdo la
manzana, tu hermosa manzana.
EL IDIOTA se sonríe, se pone de pie, se aleja uno
pasos. Desde un rincón observa complacido cómo ÉL devora rabiosamente la
manzana.
-ÉL: Encima una manzana un poco agria. No, si
es lo que yo digo. No le funciona el cerebro. No entiende nada de nada.
Intelectualmente, cero. Fíjense, una manzana. ¿A quién se le ocurre regalarme
una manzana? A él. Y qué manzana. La peor de todas, la más amarga. Como si ahí
afuera no hubiera cientos de manzanas al alcance de m¡ mano. Como si nunca yo
hubiese comido manzanas. Estoy harto de manzanas. Pero él, para hacerme un
regalo, elige una manzana, ácida y amarga. El pobre es idiota. Es rematadamente
idiota. Es el rey de los idiotas.
Ha terminado de devorar la manzana. Escupe
alguna semilla. Se limpia los labios con el dorso de la mano. Entonces EL
IDIOTA hace castañear dos dedos en el aire.
-EL IDIOTA: ¡Adán!
ÉL se pone de pie de un salto.
-ÉL: Sí, querida.
Y acude presuroso a aquel llamado. Pero cuando
está junto a Eva, pregunta estupefacto:
-ÉL: ¿Querida? ¿Qué significa
"querida"?
En lugar de contestar, EVA entra en el
dormitorio y ADÁN la sigue como un perro obediente.
En: Denevi, M. Falsificaciones.
Ed. Corregidor.
VIEJO CON
ÁRBOL de Roberto Fontanarrosa
A un
costado de la cancha había yuyales y, más allá, el terraplén del ferrocarril.
Al otro costado, descampado y un árbol bastante miserable. Después las otras
dos canchas, la chica y la principal. Y ahí, debajo de ese árbol, solía
ubicarse el viejo.
Había aparecido unos
cuantos partidos atrás, casi al comienzo del campeonato, con su gorra, la
campera gris algo raída, la camisa blanca cerrada hasta el cuello y la radio
portátil en la mano. Jubilado seguramente, no tendría nada que hacer los
sábados por la tarde y se acercaba al complejo para ver los partidos de la
Liga. Los muchachos primero pensaron que sería casualidad, pero al tercer
sábado en que lo vieron junto al lateral ya pasaron a considerarlo hinchada
propia. Porque el viejo bien podía ir a ver los otros dos partidos que se
jugaban a la misma hora en las canchas de al lado, pero se quedaba ahí, debajo
del árbol, siguiéndolos a ellos.
Era el único hincha
legítimo que tenían, al margen de algunos pibes chiquitos; el hijo de Norberto,
los dos de Gaona, el sobrino del Mosca, que desembarcaban en el predio con las
mayores y corrían a meterse entre los cañaverales apenas bajaban de los autos.
—Ojo con la vía -alertaba siempre Jorge mientras se cambiaban.
—No pasan trenes, casi -tranquilizaba Norberto. Y era verdad, o pasaba
uno cada muerte de obispo, lentamente y metiendo ruido.
—¿No vino la hinchada?-ya preguntaban todos al llegar nomás, buscando al
viejo-. ¿No vino la barra brava?
Y se reían. Pero el viejo no faltaba desde hacía varios sábados, firme
debajo del árbol, casi elegante, con un cierto refinamiento en su postura
erguida, la mano derecha en alto sosteniendo la radio minúscula, como quien
sostiene un ramo de flores. Nadie lo conocía, no era amigo de ninguno de los
muchachos.
—La vieja no lo debe soportar en la casa y lo manda para acá -bromeó
alguno.
—Por ahí es amigo del referí —dijo otro. Pero sabían que el viejo
hinchaba para ellos de alguna manera, moderadamente, porque lo habían visto
aplaudir un par de partidos atrás, cuando le ganaron a Olimpia Seniors.
Y ahí, debajo del árbol,
fue a tirarse el Soda cuando decidió dejarle su lugar a Eduardo, que estaba de
suplente, al sentir que no daba más por el calor. Era verano y ese horario para
jugar era una locura. Casi las tres de la tarde y el viejo ahí, fiel, a unos
metros, mirando el partido. Cuando Eduardo entró a la cancha —casi a desgano,
aprovechando para desperezarse— cuando levantó el brazo pidiéndole permiso al
referí, el Soda se derrumbó a la sombra del arbolito y quedó bastante cerca,
como nunca lo había estado: el viejo no había cruzado jamás una palabra con
nadie del equipo.
El Soda pudo apreciar
entonces que tendría unos setenta años, era flaquito, bastante alto, pulcro y
con sombra de barba. Escuchaba la radio con un auricular y en la otra mano
sostenía un cigarrillo con plácida distinción.
—¿Está escuchando a Central Córdoba, maestro? —medio le gritó el Soda
cuando recuperó el aliento, pero siempre recostado en el piso. El viejo giró
para mirarlo. Negó con la cabeza y se quitó el auricular de la oreja.
—No -sonrió. Y pareció que la cosa quedaba ahí. El viejo volvió a mirar
el partido, que estaba áspero y empatado-. Música -dijo después, mirándolo de
nuevo.
-¿Algún tanguito? —probó el Soda.
—Un concierto. Hay un buen programa de música clásica a esta hora.
El Soda frunció el
entrecejo. Ya tenía una buena anécdota para contarles a los muchachos y la cosa
venía lo suficientemente interesante como para continuarla. Se levantó
resoplando, se bajó las medias y caminó despacio hasta pararse al lado del
viejo.
—Pero le gusta el fútbol —le dijo—. Por lo que veo.
El viejo aprobó
enérgicamente con la cabeza, sin dejar de mirar el curso de la pelota, que iba
y venía por el aire, rabiosa.
—Lo he jugado. Y, además, está muy emparentado con el arte —dictaminó
después—. Muy emparentado.
El Soda lo miró, curioso. Sabía que seguiría hablando, y esperó.
—Mire usted nuestro arquero —efectivamente el viejo señaló a De León, que
estudiaba el partido desde su arco, las manos en la cintura, todo un costado de
la camiseta cubierto de tierra—. La continuidad de la nariz con la frente. La
expansión pectoral. La curvatura de los muslos. La tensión en los dorsales —se
quedó un momento en silencio, como para que el Soda apreciara aquello que él le
mostraba—. Bueno… Eso, eso es la escultura…
El Soda adelantó la mandíbula y osciló levemente la cabeza, aprobando
dubitativo.
—Vea usted —el viejo señaló ahora hacia el arco contrario, al que estaba
por llegar un córner— el relumbrón intenso de las camisetas nuestras, amarillo
cadmio y una veladura naranja por el sudor. El contraste con el azul de Prusia
de las camisetas rivales, el casi violeta cardenalicio que asume también ese
azul por la transpiración, los vivos blancos como trazos alocados. Las manchas
ágiles ocres, pardas y sepias y Siena de los mulos, vivaces, dignas de un
Bacon. Entrecierre los ojos y aprécielo así… Bueno… Eso, eso es la pintura.
Aún estaba el Soda con los ojos entrecerrados cuando al viejo arreció.
—Observe, observe usted esa carrera intensa entre el delantero de ellos y
el cuatro nuestro. El salto al unísono, el giro en el aire, la voltereta
elástica, el braceo amplio en busca del equilibrio… Bueno… Eso, eso es la
danza…
El Soda procuraba
estimular sus sentidos, pero sólo veía que los rivales se venían con todo,
porfiados, y que la pelota no se alejaba del área defendida por De León.
—Y escuche usted, escuche usted… —lo acicateó el viejo, curvando con una
mano el pabellón de la misma oreja donde había tenido el auricular de la radio
y entusiasmado tal vez al encontrar, por fin, un interlocutor válido—… la
percusión grave de la pelota cuando bota contra el piso, el chasquido de la
suela de los botines sobre el césped, el fuelle quedo de la respiración
agitada, el coro desparejo de los gritos, las órdenes, los alertas, los
insultos de los muchachos y el pitazo agudo del referí… Bueno… Eso, eso es la
música…
El Soda aprobó con la
cabeza. Los muchachos no iban a creerle cuando él les contara aquella charla
insólita con el viejo, luego del partido, si es que les quedaba algo de ánimo,
porque la derrota se cernía sobre ellos como un ave oscura e implacable.
—Y vea usted a ese delantero… —señaló ahora el viejo, casi metiéndose en
la cancha, algo más alterado—… ese delantero de ellos que se revuelca por el
suelo como si lo hubiese picado una tarántula, mesándose exageradamente los
cabellos, distorsionando el rostro, bramando falsamente de dolor, reclamando
histriónicamente justicia… Bueno… Eso, eso es el teatro.
El Soda se tomó la cabeza.
—¿Qué cobró? —balbuceó indignado.
—¿Cobró penal? —abrió los ojos el viejo, incrédulo. Dio un paso al
frente, metiéndose apenas en la cancha—. ¿Qué cobrás? —gritó después,
desaforado—. ¿Qué cobrás, referí y la reputísima madre que te parió?
El Soda lo miró atónito.
Ante el grito del viejo parecía haberse olvidado repentinamente del penal
injusto, de la derrota inminente y del mismo calor. El viejo estaba lívido
mirando al área, pero enseguida se volvió hacia el Soda tratando de
recomponerse, algo confuso, incómodo.
—…¿Y eso? —se atrevió a preguntarle el Soda, señalándolo.
—Y eso… —vaciló el viejo, tocándose levemente la gorra—… Eso es el
fútbol.
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