miércoles, 31 de octubre de 2018

COSMOVISIÓN HUMORÍSTICA



  El humorismo: una lógica sutil


                  Siguiendo a André Bretón, quien definía un poema como el derrumbamiento del intelecto, podríamos caracterizar el humor como el derrumbamiento de la lógica (de la lógica "normal", esperable, sensata y predecible). La experiencia de lo cómico tiene su propia connotación de realidad; es una forma de conciencia distinta un "estar fuera de los presupuestos y hábitos corrientes de la vida cotidiana"; una "realidad separada, con su lógica, sus normas, su distribución de papeles y sus coordenadas de espacio y tiempo particulares. Es, en definitiva, un "desgarrón en el tejido de la realidad".
                Decía Monterroso que el humor es el realismo llevado a sus últimas consecuencias. El verdadero humorista pretende hacer pensar y, a veces, hasta hacer reír, observa la existencia a través de un filtro y aunque a veces se tiña de pesimismo supone siempre una fuente de constante sorpresa y novedad, una ruptura con el lenguaje convencional.

Funciones del mensaje humorístico
                Para el estudio del mensaje humorístico R. Núñez parte de un análisis que atiende a distintos niveles. El primero recoge los elementos constantes y los considera funciones. Se distinguen cuatro: función de introducción-hace presente en la conciencia del receptor el orden normal-; función de armado –actúa como estímulo o pretexto para la ruptura del orden-; función de disyunción —ruptura propiamente dicha, error o incoherencia—; función de restauración--a través de los índices que apuntan al orden posible que permite interpretar y corregir la disyunción—. Esta última función apunta a una cooperación del receptor.
                Por otro lado, el receptor del mensaje humorístico debe realizar ciertas operaciones para que el proceso de comunicación culmine felizmente: reconocimiento de la disyunción; comprensión y justificación de la disyunción (restauración del orden interpretante en el que la disyunción deja de serlo); y, por último, adhesión a las causas de la disyunción, a la actitud o visión del mundo que provoca la disyunción. (…)
                Al estudiar la complejidad y riqueza de sentido del mensaje humorístico, también Freud recoge definiciones del chiste como "un contraste de representaciones", un "sentido en lo desatinado", un "desconcierto y esclarecimiento". La disyunción de la que habla Núñez funciona como una violación del código, como una respuesta imprevista y, en consecuencia, altamente significativa. (…)
Veamos algunos ejemplos:
ü  Muchos jueces son absolutamente incorruptibles: nadie puede inducirles a hacer justicia. (Bertold Brecht).
ü  Si el vino perjudica tus negocios, deja tus negocios. (G.K. Chesterton).
                La primera parte de estos mensajes orienta las posibilidades de selección, de tal manera que el receptor -a quien se presupone cierta racionalidad discursiva- podría aventurarse a anticipar el final guiado por la lógica del código lingüístico, por un proceso argumentativo serio y coherente. Pero el efecto humorístico irrumpe inesperadamente como una infracción a los principios de esa lógica. También la inversión del sentido común o el efecto "sorpresa" que conlleva la baja predictibilidad del mensaje humorístico ayuda con frecuencia a provocar el efecto risible:
ü  ¿Por qué nos alegramos en las bodas y lloramos en los funerales? Porque no somos la persona involucrada (Mark Twain).
ü  Se puede confiar en las malas personas, no cambian jamás (William Faulkner).
                A menudo el receptor del mensaje humorístico se enfrenta con un estímulo que contiene absurdos o elementos contradictorios. Esta absurdidad es inesperada e inicialmente queda perplejo porque se requiere cierto esfuerzo para descubrir que el absurdo puede tener sentido desde otra perspectiva. (…)
                Otras veces los discursos humorísticos representan un ataque frontal a las convenciones textuales de género, registro y estilo. Recordemos que el género es un conjunto de recursos lingüísticos asociados a las funciones sociales del texto.  A veces presentan inadecuación de registro, que debería ser el resultado de una selección entre las posibilidades lingüísticas disponibles, pero adecuadas al estilo, al tono del texto. Pero es este quebrantamiento de las convenciones textuales -y de las expectativas que acompañan a esas convenciones - lo que genera el efecto cómico.
                Como vemos, los textos humorísticos -como los poéticos- presentan flagrantes atentados contra la semántica y la argumentación lógica. Surgen por una incongruencia, que constituye la base para entender ciertos aspectos intelectuales del humor, pero en todos ellos el sentido obedece a principios que nada tienen que ver con la racionalidad discursiva sino con factores afectivos e imaginativos.

Corpus


EL IDIOTA  de Marco Denevi

 Él se pasea, las manos a la espalda. EL IDIOTA, sentado, borda.
 -ÉL: Quisiera saber para qué me pusieron a este idiota de compañero. No sirve para nada. No le gusta cazar, no le gusta pescar. En la lucha es demasiado débil, se rinde enseguida. Borda. Eso es lo único que sabe hacer. Bordar, cocinar y fregar los pisos. Antes yo vivía solo, pero hacía lo que quería. Ahora, si mato un animal, el idiota llora. Si digo malas palabras, se escandaliza. Y si lo invito a pelear, gime y se retuerce las manos. Es gordo, es fofo. Es blanduzco. Entre las piernas no tiene nada. Para colmo esa manía de la limpieza. Estoy cosido, cepillado, planchado y almidonado. No puedo fumar porque me sigue con un cenicero. Arrojo un papel al suelo y ahí corre a levantarlo. Antes yo comía la carne cruda. Es más sabrosa y más rica en vitaminas. Ahora debo esperar a que la ponga en el horno. Debo usar plato, cuchillo y tenedor. En una palabra, me complicó la existencia. Además, el cerebro no le funciona. Es sordo mental. Es tonto. No consigo que piense. Hasta mi perro es más inteligente que él. Oye, tú. Ven aquí.
 EL IDIOTA acude, humilde y solícito.
 -ÉL: Tengo que reconocerlo. Obedecer, obedece mejor que un perro. Y a mí se me despierta el instinto de dominación. Bien, veamos. ¿Cuánto son dos más dos?
 EL IDIOTA pone los ojos en blanco, se muerde los labios, se rasca la cabeza, pero no responde.
 -ÉL: Ayer se lo enseñé. Hoy ya no lo recuerda. ¿Y la capital de Yugoslavia?
 EL IDIOTA repite su mímica desesperada.
 -ÉL: Tampoco se acuerda. Es inútil. ¡Para qué servirás, pobre animalito débil y cobarde! Vamos a ver. ¿De qué quieres que hablemos? ¿De qué te gustaría conversar conmigo?
 EL IDIOTA guarda silencio.
 ÉL se impacienta, grita.
 -ÉL: ¡Di algo! ¡Cualquier cosa! ¡Pero no te quedes callado como un estúpido! ¿Será posible que no haya un tema sobre el que podamos hablar?
 -EL IDIOTA: ¿Qué quieres para el almuerzo?
 -ÉL: ¿No dije? La cocina, la costura, la limpieza, y de ahí no sale.
 Enciende un cigarrillo y se pasea. EL IDIOTA corre a buscar un cenicero. Al girar, ÉL tropieza con EL IDIOTA y con el cenicero.
 -ÉL: ¡Ah, no, basta!
 Arroja el cigarrillo al suelo. EL IDIOTA, de hinojos, lo recoge, lo apaga aplastándolo en el cenicero, levanta con la mano un poco de ceniza que se derramó sobre el piso. ÉL se sienta, se toma la cabeza con las manos.
 -ÉL: ¡Dios mío, qué maldición! ¡Y yo que vivía tan feliz!
 EL IDIOTA llora silenciosamente.
 -ÉL: Ahora llora. Cuando llora, me enternezco. Y cuando me enternezco, aflojo y lo trato con dulzura. Entonces él se toma confianza, termina hartándome, me enojo, él llora y vuelta a empezar. Está bien, no llores. Ven aquí.
 EL IDIOTA se acurruca a sus pies.
 -ÉL: Quédate a mi lado. Con una condición: sin hablar.
 ÉL lo acaricia.
 -ÉL: Tienes lindo pelo, la piel suave. Me haces acordar a... No, no te gustaría la comparación. La comimos anoche con salsa tártara. ¿Qué piensas? ¿Qué sientes? ¿Eres nomás un perro? ¿Un tigre domesticado? ¿Un ave a la que le cortaron las alas? ¿Para qué sirves? ¿A qué has venido? ¿Quién te trajo? No sé ni siquiera tu nombre.
 -EL IDIOTA: Tengo un regalo para ti.
 -ÉL: ¡Vaya! ¡Al fin cambiaste de tema! De modo que tienes un regalo para mí. ¿Dónde está? ¿Qué es? Vamos, tráemelo.
 EL IDIOTA se levanta y sale corriendo.
 -ÉL: Pobrecito, no es tan tonto como yo creía.
 EL IDIOTA reaparece, siempre a la carrera. Oculta algo entre las manos, detrás de la espalda. Sonríe.
 -ÉL: ¿Qué escondes ahí? A ver, muéstrame las manos.
EL IDIOTA se pone de rodillas. De golpe le ofrece una manzana.
 -ÉL: ¿Y era esto, tu regalo? ¿Una manzana? No, no eres tan tonto como yo creía. Eres mucho más.
 EL IDIOTA llora.
 -ÉL: ¿Y qué quieres que haga con esta manzana? ¿Que la coma?
 Sin dejar de llorar, EL IDIOTA dice sí con la cabeza.
 -ÉL: ¡Pero si no tengo hambre!
 EL IDIOTA llora a todo trapo.
 -ÉL: Está bien, la comeré. Con tal de que no llores soy capaz de comerme todas las manzanas el huerto. ¿Ves? Muerdo la manzana, tu hermosa manzana.
 EL IDIOTA se sonríe, se pone de pie, se aleja uno pasos. Desde un rincón observa complacido cómo ÉL devora rabiosamente la manzana.
 -ÉL: Encima una manzana un poco agria. No, si es lo que yo digo. No le funciona el cerebro. No entiende nada de nada. Intelectualmente, cero. Fíjense, una manzana. ¿A quién se le ocurre regalarme una manzana? A él. Y qué manzana. La peor de todas, la más amarga. Como si ahí afuera no hubiera cientos de manzanas al alcance de m¡ mano. Como si nunca yo hubiese comido manzanas. Estoy harto de manzanas. Pero él, para hacerme un regalo, elige una manzana, ácida y amarga. El pobre es idiota. Es rematadamente idiota. Es el rey de los idiotas.
 Ha terminado de devorar la manzana. Escupe alguna semilla. Se limpia los labios con el dorso de la mano. Entonces EL IDIOTA hace castañear dos dedos en el aire.
 -EL IDIOTA: ¡Adán!
 ÉL se pone de pie de un salto.
 -ÉL: Sí, querida.
 Y acude presuroso a aquel llamado. Pero cuando está junto a Eva, pregunta estupefacto:
 -ÉL: ¿Querida? ¿Qué significa "querida"?
 En lugar de contestar, EVA entra en el dormitorio y ADÁN la sigue como un perro obediente.

En: Denevi, M. Falsificaciones. Ed. Corregidor.




VIEJO CON ÁRBOL  de Roberto Fontanarrosa

                A un costado de la cancha había yuyales y, más allá, el terraplén del ferrocarril. Al otro costado, descampado y un árbol bastante miserable. Después las otras dos canchas, la chica y la principal. Y ahí, debajo de ese árbol, solía ubicarse el viejo.
            Había aparecido unos cuantos partidos atrás, casi al comienzo del campeonato, con su gorra, la campera gris algo raída, la camisa blanca cerrada hasta el cuello y la radio portátil en la mano. Jubilado seguramente, no tendría nada que hacer los sábados por la tarde y se acercaba al complejo para ver los partidos de la Liga. Los muchachos primero pensaron que sería casualidad, pero al tercer sábado en que lo vieron junto al lateral ya pasaron a considerarlo hinchada propia. Porque el viejo bien podía ir a ver los otros dos partidos que se jugaban a la misma hora en las canchas de al lado, pero se quedaba ahí, debajo del árbol, siguiéndolos a ellos.
            Era el único hincha legítimo que tenían, al margen de algunos pibes chiquitos; el hijo de Norberto, los dos de Gaona, el sobrino del Mosca, que desembarcaban en el predio con las mayores y corrían a meterse entre los cañaverales apenas bajaban de los autos.
—Ojo con la vía -alertaba siempre Jorge mientras se cambiaban.
—No pasan trenes, casi -tranquilizaba Norberto. Y era verdad, o pasaba uno cada muerte de obispo, lentamente y metiendo ruido.
—¿No vino la hinchada?-ya preguntaban todos al llegar nomás, buscando al viejo-. ¿No vino la barra brava?
Y se reían. Pero el viejo no faltaba desde hacía varios sábados, firme debajo del árbol, casi elegante, con un cierto refinamiento en su postura erguida, la mano derecha en alto sosteniendo la radio minúscula, como quien sostiene un ramo de flores. Nadie lo conocía, no era amigo de ninguno de los muchachos.
—La vieja no lo debe soportar en la casa y lo manda para acá -bromeó alguno.
—Por ahí es amigo del referí —dijo otro. Pero sabían que el viejo hinchaba para ellos de alguna manera, moderadamente, porque lo habían visto aplaudir un par de partidos atrás, cuando le ganaron a Olimpia Seniors.
            Y ahí, debajo del árbol, fue a tirarse el Soda cuando decidió dejarle su lugar a Eduardo, que estaba de suplente, al sentir que no daba más por el calor. Era verano y ese horario para jugar era una locura. Casi las tres de la tarde y el viejo ahí, fiel, a unos metros, mirando el partido. Cuando Eduardo entró a la cancha —casi a desgano, aprovechando para desperezarse— cuando levantó el brazo pidiéndole permiso al referí, el Soda se derrumbó a la sombra del arbolito y quedó bastante cerca, como nunca lo había estado: el viejo no había cruzado jamás una palabra con nadie del equipo.
            El Soda pudo apreciar entonces que tendría unos setenta años, era flaquito, bastante alto, pulcro y con sombra de barba. Escuchaba la radio con un auricular y en la otra mano sostenía un cigarrillo con plácida distinción.
—¿Está escuchando a Central Córdoba, maestro? —medio le gritó el Soda cuando recuperó el aliento, pero siempre recostado en el piso. El viejo giró para mirarlo. Negó con la cabeza y se quitó el auricular de la oreja.
—No -sonrió. Y pareció que la cosa quedaba ahí. El viejo volvió a mirar el partido, que estaba áspero y empatado-. Música -dijo después, mirándolo de nuevo.
-¿Algún tanguito? —probó el Soda.
—Un concierto. Hay un buen programa de música clásica a esta hora.
            El Soda frunció el entrecejo. Ya tenía una buena anécdota para contarles a los muchachos y la cosa venía lo suficientemente interesante como para continuarla. Se levantó resoplando, se bajó las medias y caminó despacio hasta pararse al lado del viejo.
—Pero le gusta el fútbol —le dijo—. Por lo que veo.
            El viejo aprobó enérgicamente con la cabeza, sin dejar de mirar el curso de la pelota, que iba y venía por el aire, rabiosa.
—Lo he jugado. Y, además, está muy emparentado con el arte —dictaminó después—. Muy emparentado.
El Soda lo miró, curioso. Sabía que seguiría hablando, y esperó.
—Mire usted nuestro arquero —efectivamente el viejo señaló a De León, que estudiaba el partido desde su arco, las manos en la cintura, todo un costado de la camiseta cubierto de tierra—. La continuidad de la nariz con la frente. La expansión pectoral. La curvatura de los muslos. La tensión en los dorsales —se quedó un momento en silencio, como para que el Soda apreciara aquello que él le mostraba—. Bueno… Eso, eso es la escultura…
El Soda adelantó la mandíbula y osciló levemente la cabeza, aprobando dubitativo.
—Vea usted —el viejo señaló ahora hacia el arco contrario, al que estaba por llegar un córner— el relumbrón intenso de las camisetas nuestras, amarillo cadmio y una veladura naranja por el sudor. El contraste con el azul de Prusia de las camisetas rivales, el casi violeta cardenalicio que asume también ese azul por la transpiración, los vivos blancos como trazos alocados. Las manchas ágiles ocres, pardas y sepias y Siena de los mulos, vivaces, dignas de un Bacon. Entrecierre los ojos y aprécielo así… Bueno… Eso, eso es la pintura.
Aún estaba el Soda con los ojos entrecerrados cuando al viejo arreció.
—Observe, observe usted esa carrera intensa entre el delantero de ellos y el cuatro nuestro. El salto al unísono, el giro en el aire, la voltereta elástica, el braceo amplio en busca del equilibrio… Bueno… Eso, eso es la danza…
            El Soda procuraba estimular sus sentidos, pero sólo veía que los rivales se venían con todo, porfiados, y que la pelota no se alejaba del área defendida por De León.
—Y escuche usted, escuche usted… —lo acicateó el viejo, curvando con una mano el pabellón de la misma oreja donde había tenido el auricular de la radio y entusiasmado tal vez al encontrar, por fin, un interlocutor válido—… la percusión grave de la pelota cuando bota contra el piso, el chasquido de la suela de los botines sobre el césped, el fuelle quedo de la respiración agitada, el coro desparejo de los gritos, las órdenes, los alertas, los insultos de los muchachos y el pitazo agudo del referí… Bueno… Eso, eso es la música…
            El Soda aprobó con la cabeza. Los muchachos no iban a creerle cuando él les contara aquella charla insólita con el viejo, luego del partido, si es que les quedaba algo de ánimo, porque la derrota se cernía sobre ellos como un ave oscura e implacable.
—Y vea usted a ese delantero… —señaló ahora el viejo, casi metiéndose en la cancha, algo más alterado—… ese delantero de ellos que se revuelca por el suelo como si lo hubiese picado una tarántula, mesándose exageradamente los cabellos, distorsionando el rostro, bramando falsamente de dolor, reclamando histriónicamente justicia… Bueno… Eso, eso es el teatro.
El Soda se tomó la cabeza.
—¿Qué cobró? —balbuceó indignado.
—¿Cobró penal? —abrió los ojos el viejo, incrédulo. Dio un paso al frente, metiéndose apenas en la cancha—. ¿Qué cobrás? —gritó después, desaforado—. ¿Qué cobrás, referí y la reputísima madre que te parió?
            El Soda lo miró atónito. Ante el grito del viejo parecía haberse olvidado repentinamente del penal injusto, de la derrota inminente y del mismo calor. El viejo estaba lívido mirando al área, pero enseguida se volvió hacia el Soda tratando de recomponerse, algo confuso, incómodo.
—…¿Y eso? —se atrevió a preguntarle el Soda, señalándolo.
—Y eso… —vaciló el viejo, tocándose levemente la gorra—… Eso es el fútbol. 



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